En medio del espanto y del
baño de sangre que inunda Gaza se oye una voz, metálica, glacial. Pronuncia un soliloquio similar al que en su obra
Enrique VI
William Shakespeare puso en boca de Ricardo, un ser deforme,
monstruoso, pero aguijoneado por una ambición ilimitada y orgulloso de
su villanía: “Soy el espíritu del estado de Israel. Sí, agredo, destruyo
y asesino a mansalva: a niños, ancianos, mujeres, hombres.
Porque en Gaza todos son terroristas, más allá de sus apariencias.
Uno de los jerarcas de la dictadura genocida en la Argentina, el General
Ibérico Saint Jean, dijo que ‘Primero vamos a matar a todos los
subversivos, después a sus colaboradores; después a los indiferentes y
por último a los tímidos’. Nosotros invertimos esa secuencia y
comenzamos por la población civil, gente cuyo crimen es vivir en Gaza.
En el proceso caerán centenares de inocentes, gente que simplemente
trataba de sobrevivir en ese encierro nauseabundo; luego iremos por los
tímidos, los indiferentes y después de este brutal y aleccionador
escarmiento llegaremos a los colaboradores y los terroristas.
Sé muy bien que el rudimentario y escaso armamento de Hamas apenas
puede ocasionarnos un rasguño, como lo demuestran las luctuosas
estadísticas de nuestros periódicos ataques a las poblaciones
palestinas. Sus amenazas de destruir al estado de Israel son
bravuconadas sin sentido porque no tienen la menor capacidad de
llevarlas a la práctica.
Pero nos son de enorme utilidad en la guerra psicológica y en la
propaganda: nos sirven para aterrorizar a nuestra propia población y así
obtener su consentimiento para el genocidio y nuestra política de
ocupación militar de los territorios palestinos. Y también sirven para
que Estados Unidos y los países europeos, embarcados en la ‘lucha contra
el terrorismo’ nos faciliten todo tipo de armamentos y nos amparen
políticamente.
En Gaza no me enfrento a ningún ejército, porque no le hemos
permitido que lo tenga. Yo, en cambio, tengo uno de los mejores del
mundo, pertrechado con la más sofisticada tecnología bélica que me
proporcionan mis protectores: Washington y las viejas potencias
coloniales europeas, y la que he podido desarrollar, gracias a ellos,
dentro de Israel.
Tampoco tienen los palestinos una aviación para vigilar su espacio
aéreo, y una flota que custodie su mar y sus playas. Mis drones y
helicópteros sobrevuelan Gaza sin temor y disparan sus misiles sin
preocuparse por el fuego enemigo, porque no hay fuego enemigo. Hemos
perfeccionado, con las nuevas tecnologías bélicas, lo que hizo Hitler en
Guernica.
Soy amo y señor de vidas y haciendas. Hago lo que quiero: puedo
bombardear casas, escuelas, hospitales, lo que se me antoje. Mis
poderosos amigos (y, seamos honestos, cómplices de todos mis crímenes)
convalidarán cualquier atrocidad que decida perpetrar.
Ya lo hicieron antes, en innumerables ocasiones y no sólo con
nosotros: lo harán conmigo cuantas veces sea necesario. Su mala
conciencia me ayuda: callaron desvergonzadamente durante la Shoá, el
sistemático genocidio perpetrado contra los judíos por Hitler ante la
vista y paciencia de todo el mundo, desde el Papa Pío XII hasta Franklin
D. Roosevelt y Winston Churchill. Callarán también ante el genocidio
que metódicamente y en etapas estoy realizando en Gaza, porque matar
palestinos a mansalva es eso, genocidio.
Como lo hacía Hitler cuando alguien de su tropa de ocupación era
hecho prisionero o matado por los maquís de la resistencia francesa o
los partisanos italianos: juntaban a diez o quince personas al azar, que
tuvieran la desgracia de pasar por el lugar, y las ametrallaban en el
acto, como escarmiento y como didáctica advertencia para que sus vecinos
no cooperasen con los patriotas. Nosotros ni siquiera esperamos que
maten a uno de los nuestros para hacer lo mismo, y lo hacemos de modo
más cobarde.
Al menos los nazis veían los rostros de las víctimas cuyas vidas
cegarían en un segundo; nosotros no, porque disparamos misiles desde
aviones o navíos, o proyectiles desde nuestros tanques. Nos
intranquiliza recordar que tanta crueldad, tanto horror, fue en vano.
Seis millones de judíos sacrificados en los hornos crematorios y
millones más que cayeron por toda Europa no fueron suficientes para
evitar la derrota de Hitler. ¿Será diferente esta vez, será que ahora
nuestro horror nos abrirá el camino a la victoria?
Eufórica por ver tanta sangre árabe derramada una de mis diputadas se
fue de boca, y dijo lo que pienso: que hay que matar a las madres
palestinas porque engendran serpientes terroristas. Desgraciadamente no
todos en Israel piensan así; hay algunos judíos, románticos incurables,
que creen que podemos convivir con los árabes y que la paz no sólo es
posible sino necesaria. Nos dicen que eso fue lo que hicimos por siglos.
No entienden al mundo de hoy, mortalmente amenazado por el terrorismo
islámico, y se dejan llevar por la nostalgia de una época
definitivamente superada. No son pocos en Israel los que caen en este
equívoco y nos preocupa que sus números estén creciendo.
Pero desde el gobierno trabajamos activamente para contrarrestar esa
sensiblería pacifista y, para colmo, laica. ¡Laica, en un estado en el
que para ser ciudadano se debe ser judío (y tenemos cerca de un 20 % de
árabes, que han vivido por siglos en la región y no son ciudadanos) y
dónde no existe el matrimonio civil, sólo el religioso! Para combatir
estas actitudes contamos con los grandes medios de comunicación (de
Israel y los de afuera) y nuestras escuelas le enseñan a nuestros niños a
odiar a nuestros indeseables vecinos, una raza despreciable.
Para involucrarlos en nuestro esfuerzo militar los invitamos a que
escriban mensajes de muerte en los misiles que, poco después, lanzaremos
contra ese gentío amontonado en Gaza. Otros niños serán los que caerán
muertos por esos misiles amorosamente dedicados por los nuestros.
No ignoro que con mis acciones arrojo un asqueroso escupitajo a la
gran tradición humanista del pueblo judío, que arranca con los profetas
bíblicos, sigue con Moisés, Abraham, Jesucristo y pasa por Avicena,
Maimónides, Baruch Spinoza, Sigmund Freud, Albert Einstein, Martin Buber
hasta llegar a Erich Fromm, Claude Levy-Strauss, Hannah Arendt y Noam
Chomsky. O con extraordinarios judíos que enriquecieron el acervo
cultural de la Argentina como León Rozitchner, Juan Gelman, Alberto
Szpunberg y Daniel Barenboim, entre tantos otros que sería muy largo
nombrar aquí. Pero ese romanticismo ya no cuenta. Dejamos de ser un
pueblo perseguido y oprimido; ahora somos opresores y perseguidores.
Duras palabras y frases se utilizan para calificar lo que estamos
haciendo. Criminal cobardía, delito de lesa humanidad, por agredir con
armas mortíferas a una población indefensa, día y noche, hora tras hora.
Pero, ¿no merece acaso la misma calificación lo que hizo Estados Unidos
al arrojar sendas bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki? Y quién
se lo reprocha? ¿Terrorismo de Estado? Mejor digamos realpolitik, porque
¿desde cuándo a mis amigos y protectores de Occidente les ha preocupado
el Terrorismo de Estado o las violaciones a los Derechos Humanos que
cometen ellos mismos, un aliado, o un peón? Apoyaron por décadas a
cuantos déspotas y tiranos poblaron esta tierra, siempre que fueran
funcionales a sus intereses: a Saddam Hussein, al Sha de Persia, a
Mubarak, a Alí, a Mobutu, a Osama Bin Laden, y, en Latinoamérica, a
Videla, Pinochet, Geisel, Garrastazú, Stroessner, “Papá Doc” Duvallier,
antes a Somoza, Trujillo, Batista y tantísimos más.
Asesinaron a centenares de líderes políticos antiimperialistas, y
Obama lo sigue haciendo hoy, donde todos los martes decide quién de la
lista de enemigos de Estados Unidos que le proporciona la NSA debe ser
eliminado con un cohetazo disparado desde un dron o mediante una
operación de comandos. ¿Por qué habrían de escandalizarse ante lo que
está ocurriendo en Gaza? Además me necesitan como gendarme regional y
base de operaciones militares y de espionaje en una región del mundo con
tanto petróleo como Medio Oriente, y saben que para cumplir con esa
misión no sólo no deben maniatarme sino que es preciso contar con su
inquebrantable respaldo, lo que hasta ahora jamás me ha sido negado.
Sé también que estoy violando la legalidad internacional, que estoy
desobedeciendo la resolución Nº 242, de Noviembre de 1967, del Consejo
de Seguridad de la ONU, que por unanimidad me exige retirarme de los
territorios ocupados durante la Guerra de los Seis Días de 1967.
Incumplí esa resolución durante casi medio siglo, sin tener que
enfrentar sanciones de ningún tipo como las que arbitrariamente se le
imponen a otros, o las que aplican a Cuba, a Venezuela, a Irán y, antes,
a Irak después de la primera guerra del Golfo.
¿Razones de tanta tolerancia? Mis lobbistas en Estados Unidos son
poderosísimos y tienen a la Casa Blanca, al Congreso y a la Justicia en
un puño. Según Norman Finkelstein (un mal judío, enemigo del estado de
Israel) la ‘industria del holocausto’ goza de tal eficacia extorsiva que
impide percibir que quienes ahora estamos produciendo un nuevo
holocausto somos nosotros, los hijos y nietos de aquellos que lo
padecieron bajo los nazis. Por eso pese a que las víctimas mortales en
Gaza ya superan los 500 palestinos (contra 25 soldados de nuestro
ejército, uno de los cuales fue muerto por error por nuestras propias
fuerzas, según informara este lunes 22 de Julio a medio día el New York
Times) el presidente Obama hizo un estúpido llamado a evitar que
israelíes y palestinos quedasen atrapados en el ‘fuego cruzado’ de este
enfrentamiento. ¡Pobre de él si hubiera dicho que aquí no hay ‘fuego
cruzado’ ni enfrentamiento alguno sino una masacre indiscriminada de
palestinos, una horrible ‘limpieza étnica’ practicada contra una
población indefensa! ¡Nuestro lobby lo crucificaría en cuestión de
horas! Ahora que nuestras tropas entraron en Gaza tendremos que sufrir
algunas bajas, pero la desproporción seguirá siendo enorme.
Claro, no puedo evitar que me califiquen técnicamente como un “estado
canalla”, porque así se denominan los que no acatan las resoluciones de
la ONU y persisten en cometer crímenes de lesa humanidad. Pero como
Estados Unidos y el Reino Unido son violadores seriales de las
resoluciones de la ONU, y por lo tanto ‘estados canallas’ también ellos,
sus gobiernos han sido invariablemente solidarios con Israel.
Más allá de la turbación que por momentos puedan ocasionar estas
reflexiones necesitamos completar la tarea iniciada en 1948 y
apoderarnos de la totalidad de los territorios palestinos: los iremos
desplazando periódicamente, aterrorizándolos, empujándolos fuera de sus
tierras ancestrales, convirtiéndolos en eternos ocupantes de infectos
campos de refugiados en Jordania, en Siria, en Irak, en Egipto, donde
sea.
Y si se resisten los aniquilaremos. Podemos hacer eso por nuestra
apabullante fuerza militar, el apoyo político de Occidente y la
degradación y putrefacción de los corruptos y reaccionarios gobiernos
del mundo árabe, que como era previsible (y así nos lo habían asegurado
nuestros amigos en Washington y Londres) no les importa en lo más mínimo
la suerte de los palestinos. A tal extremo llega nuestra barbarie que
inclusive un amigo nuestro, Mario Vargas Llosa, se escandalizó cuando en
2005 visitó Gaza y nos sorprendió con unas críticas de insólita
ferocidad.
Llegó a decir, por ejemplo, que ‘me pregunto si algún país en el
mundo hubiera podido progresar y modernizarse en las condiciones atroces
de existencia de la gente de Gaza. Nadie me lo ha contado, no soy
víctima de ningún prejuicio contra Israel, un país que siempre defendí …
Yo lo he visto con mis propios ojos.
Y me he sentido asqueado y sublevado por la miseria atroz,
indescriptible, en que languidecen, sin trabajo, sin futuro, sin espacio
vital, en las cuevas estrechas e inmundas de los campos de refugiados o
en esas ciudades atestadas y cubiertas por las basuras, donde se pasean
las ratas a la vista y paciencia de los transeúntes, esas familias
palestinas condenadas sólo a vegetar, a esperar que la muerte venga a
poner fin a esa existencia sin esperanza, de absoluta inhumanidad, que
es la suya.
Son esos pobres infelices, niños y viejos y jóvenes, privados ya de
todo lo que hace humana la vida, condenados a una agonía tan injusta y
tan larval como la de los judíos en los guetos de la Europa nazi, los
que ahora están siendo masacrados por los cazas y los tanques de Israel,
sin que ello sirva para acercar un milímetro la ansiada paz.
Por el contrario, los cadáveres y ríos de sangre de estos días sólo
servirán para alejarla y levantar nuevos obstáculos y sembrar más
resentimiento y rabia en el camino de la negociación.’ [1] Pero nada de
lo que diga Vargas Llosa, y tantos otros, nos hará mella: somos el
pueblo elegido por Dios (aunque los ilusos estadounidenses también creen
en eso), una raza superior y los árabes son una pestilencia que debe
ser removida de la faz de la tierra.
Por eso construimos ese gigantesco muro en Cisjordania, peor aún del
que erigieran en Berlín y que fuera apropiadamente caracterizado como el
‘muro de la infamia’. Nuestros lobbies han sido muy eficaces en
invisibilizar esta monstruosidad y nadie habla de nuestro ‘muro de la
infamia’. Reconozco que nuestra traición a los ideales del judaísmo nos
inquieta. No era esto lo que querían los padres fundadores.
Nos hemos convertido en una máquina de usurpación y despojo colonial
que ya no guarda ninguna relación con nuestra venerable tradición
cultural. Algunos dicen que Israel es al judaísmo como Hitler lo era al
cristianismo. Por eso es que a veces nuestro sueño se perturba y las
muertes y sufrimientos que hemos causado durante tantos años –y que para
ser sinceros, comenzaron mucho antes de que naciera Hamas- nos acosan
como el fantasma de Hamlet.
Pero retrocedemos horrorizados ante la posibilidad de una paz que no
queremos porque perderíamos los territorios arrebatados durante tantos
años, envalentonaríamos a la turbamulta árabe que nos rodea y le
haríamos perder miles de millones de dólares a nuestros amigos del
complejo militar-industrial estadounidense, que es el verdadero poder en
ese país, y a sus socios israelíes que también lucran con este estado
de hostilidades permanentes.
Por eso seguiremos en esta guerra hasta el final, aun a riesgo de que
esta actitud pueda desencadenar un cataclismo universal. El horror
padecido bajo el nazismo justifica todo lo que estamos haciendo.”
[1] Mario Vargas Llosa, “Morir en Gaza”, El País (Madrid), 11 Enero 2009, en:
http://elpais.com/diario/2009/01/11/opinion/1231628411_850215.html